Permítaseme recurrir a la primera persona en un catártico testimonio. Desde que inicié este blog he tenido sobre mis hombros la insoportable presión de saber que, más temprano que tarde, cometeré algún error. En efecto, el que no cae, resbala. Y yo, que tengo la manía de perseguir resbalones ajenos, en algún momento me daré un buen azotón para regocijo de mis improbables lectores. Así que, en vista de las noches de insomnio, las angustias, la inapetencia y los temblores súbitos que me han acompañado estas semanas, he decidido hacer un manifiesto que se resume así:
«Ante la errata... ¡cinismo!»
La obsesión es añeja, ya que mi carrera de corrector de estilo se inició de manera abrupta y violenta. Fue durante la preparatoria, cuando un extraordinario y temido profesor nos retó: si alguno de nosotros, alumnos, tenía una falta de ortografía al pasar al pizarrón, él nos restaría un punto; pero si era él quien se equivocaba, el alumno que se lo hiciera notar tendría el derecho de darle una bofetada. Así. Lo que viene es previsible: en una ocasión lo pillé con un acento que se le escapó y, algo tímidamente, levanté la mano. Un poco molesto por la interrupción, me preguntó qué quería. Al señalárselo, se mostró turbado y, tras reconocer el error, me hizo pasar al frente, se paró frente a mí, se quitó las gafas, cerró los ojos y me dijo: «Adelante». Mis compañeros, incrédulos, esperaban el desenlace. Ante la disyuntiva de elegir entre una posible represalia si lo hacía o el indudable linchamiento por parte de mis amigos si me echaba para atrás, no tuve la menor duda: le di un buen bofetón que resonó en un salón de clases en completo y expectante silencio... silencio que fue seguido de una gran algarabía y de una mirada por parte del agredido, a la vez sorprendida y llena de complicidad, que nunca he olvidado. (Como agravantes habría que sumar que el entrañable hombre en cuestión era un estupendo maestro ya entrado en años, apodado irónicamente «El Cebú» debido a un problema que tenía en la espalda, y que además cojeaba, usaba bastón y, durante el invierno, llegaba a la escuela con un pasamontañas ya que el frío le provocaba hemiplejia facial.)
A partir de aquel episodio desarrollé una particular obsesión por la ortografía... pero por más que se cuide la forma, las erratas, que están siempre al acecho, pueden venir disfrazadas de muchas formas:
Las erratas, técnicamente, pueden consistir en la sustitución de una letra o signo por otro; en la omisión de una o más palabras, y aun de todo un pasaje; en la repetición de una o varias palabras o de todo un trozo; en la mala división de las palabras al final de línea; en el espaciado irregular; en las «calles», ocasionadas por el encuentro fortuito de varias terminaciones de palabras en el mismo lugar de varias líneas sucesivas, con lo que los blancos del espaciado forman por superposición una línea blanca continua.
Cuenta José Esteban* que Neruda distinguía entre «erratas» y «erratones», y lo cita:
Las erratas son caries de los renglones, y duelen en profundidad cuando los versos toman el aire frío de la publicación. (...) Las erratas se agazapan en el boscaje de consonantes y vocales, se visten de verde o de gris, son difíciles de descubrir como insectos o reptiles armados de lancetas encubiertas bajo el césped de la tipografía. Los erratones, por el contrario, no disimulan sus dientes de roedores furiosos.
Afortunadas o infelices, traviesas u holgazanas, siempre estarán ahí, por más que nos esforcemos en aniquilarlas. Me guardo para una próxima entrega algunos ejemplos de erratas famosas. Por lo pronto, rememoro las palabras de Mark Twain: «Hay que tener cuidado con los libros de salud: podemos morir por culpa de una errata». Y precisamente para curarse en salud, lo reitero:
«Ante la errata... ¡cinismo!»
* Las citas están tomadas del libro:
Esteban, José
Vituperio (y algún elogio) de la errata
España: Renacimiento, 2002
«Ante la errata... ¡cinismo!»
La obsesión es añeja, ya que mi carrera de corrector de estilo se inició de manera abrupta y violenta. Fue durante la preparatoria, cuando un extraordinario y temido profesor nos retó: si alguno de nosotros, alumnos, tenía una falta de ortografía al pasar al pizarrón, él nos restaría un punto; pero si era él quien se equivocaba, el alumno que se lo hiciera notar tendría el derecho de darle una bofetada. Así. Lo que viene es previsible: en una ocasión lo pillé con un acento que se le escapó y, algo tímidamente, levanté la mano. Un poco molesto por la interrupción, me preguntó qué quería. Al señalárselo, se mostró turbado y, tras reconocer el error, me hizo pasar al frente, se paró frente a mí, se quitó las gafas, cerró los ojos y me dijo: «Adelante». Mis compañeros, incrédulos, esperaban el desenlace. Ante la disyuntiva de elegir entre una posible represalia si lo hacía o el indudable linchamiento por parte de mis amigos si me echaba para atrás, no tuve la menor duda: le di un buen bofetón que resonó en un salón de clases en completo y expectante silencio... silencio que fue seguido de una gran algarabía y de una mirada por parte del agredido, a la vez sorprendida y llena de complicidad, que nunca he olvidado. (Como agravantes habría que sumar que el entrañable hombre en cuestión era un estupendo maestro ya entrado en años, apodado irónicamente «El Cebú» debido a un problema que tenía en la espalda, y que además cojeaba, usaba bastón y, durante el invierno, llegaba a la escuela con un pasamontañas ya que el frío le provocaba hemiplejia facial.)
A partir de aquel episodio desarrollé una particular obsesión por la ortografía... pero por más que se cuide la forma, las erratas, que están siempre al acecho, pueden venir disfrazadas de muchas formas:
Las erratas, técnicamente, pueden consistir en la sustitución de una letra o signo por otro; en la omisión de una o más palabras, y aun de todo un pasaje; en la repetición de una o varias palabras o de todo un trozo; en la mala división de las palabras al final de línea; en el espaciado irregular; en las «calles», ocasionadas por el encuentro fortuito de varias terminaciones de palabras en el mismo lugar de varias líneas sucesivas, con lo que los blancos del espaciado forman por superposición una línea blanca continua.
Cuenta José Esteban* que Neruda distinguía entre «erratas» y «erratones», y lo cita:
Las erratas son caries de los renglones, y duelen en profundidad cuando los versos toman el aire frío de la publicación. (...) Las erratas se agazapan en el boscaje de consonantes y vocales, se visten de verde o de gris, son difíciles de descubrir como insectos o reptiles armados de lancetas encubiertas bajo el césped de la tipografía. Los erratones, por el contrario, no disimulan sus dientes de roedores furiosos.
Afortunadas o infelices, traviesas u holgazanas, siempre estarán ahí, por más que nos esforcemos en aniquilarlas. Me guardo para una próxima entrega algunos ejemplos de erratas famosas. Por lo pronto, rememoro las palabras de Mark Twain: «Hay que tener cuidado con los libros de salud: podemos morir por culpa de una errata». Y precisamente para curarse en salud, lo reitero:
«Ante la errata... ¡cinismo!»
* Las citas están tomadas del libro:
Esteban, José
Vituperio (y algún elogio) de la errata
España: Renacimiento, 2002