Hay frases lapidarias, aquellas que no dejan pie a opción o esperanza alguna, que liquidan las ambigüedades y súbitamente revelan las cosas tal y como son, que desencadenan un verdadero satori. De entre todas las que conozco, tal vez ninguna sea tan rotunda y desmoralizadora como la que da pie a este comentario. He aquí la historia:
Fue una de esas relaciones donde las neuronas activan a las hormonas. De la admiración intelectual se pasó al juego de la seducción, al grado de que surgió un romance con todos los ingredientes del amor prohibido: citas furtivas, intercambio de textos, escapadas del trabajo, mensajes rebosantes de ingenio, horarios descompuestos, mentiras, emoción contenida bajo las apariencias de la apabullante cotidianidad... Sobre todo la de Ella, que tenía marido e hijos.
Finalmente el deseo pudo más, las hormonas se impusieron a las neuronas y Ella decidió dejar a su familia para perpetuar con su amante la adrenalina del amor a hurtadillas.
Lo dejó todo y se mudó a la casa de Él. Era su primer fin de semana juntos, en un terreno que súbitamente había perdido su atractivo de coto vedado, de espacio de transgresión detonador de emociones profundas. Estaban en silencio, hacía frío. Con una pasmosa familiaridad, sin siquiera mirarla, Él pronunció la frase lapidaria, las palabras que fueron una revelación:
«¿Por qué no preparas una sopita?»
La certeza fue absoluta: todo había terminado. ¿Regresaría a casa, a buscar el perdón de su marido? ¿O dedicaría las horas de soledad a rumiar su error, acaso a desarrollar un nostálgico tratado acerca de las propiedadas anafrodisiacas de la sopita de chícharo?
Fue una de esas relaciones donde las neuronas activan a las hormonas. De la admiración intelectual se pasó al juego de la seducción, al grado de que surgió un romance con todos los ingredientes del amor prohibido: citas furtivas, intercambio de textos, escapadas del trabajo, mensajes rebosantes de ingenio, horarios descompuestos, mentiras, emoción contenida bajo las apariencias de la apabullante cotidianidad... Sobre todo la de Ella, que tenía marido e hijos.
Finalmente el deseo pudo más, las hormonas se impusieron a las neuronas y Ella decidió dejar a su familia para perpetuar con su amante la adrenalina del amor a hurtadillas.
Lo dejó todo y se mudó a la casa de Él. Era su primer fin de semana juntos, en un terreno que súbitamente había perdido su atractivo de coto vedado, de espacio de transgresión detonador de emociones profundas. Estaban en silencio, hacía frío. Con una pasmosa familiaridad, sin siquiera mirarla, Él pronunció la frase lapidaria, las palabras que fueron una revelación:
«¿Por qué no preparas una sopita?»
La certeza fue absoluta: todo había terminado. ¿Regresaría a casa, a buscar el perdón de su marido? ¿O dedicaría las horas de soledad a rumiar su error, acaso a desarrollar un nostálgico tratado acerca de las propiedadas anafrodisiacas de la sopita de chícharo?